El jueves pasado me invitaron al teatro Diana a ver "Speechless", un show de un mimo israelita de renombre, alumno del gran mimo y actor francés Marcel Marceau -ojo, no dije Marcial Maciel, aunque el primero parezca un afrancesamiento del segundo- y volví a hacer corajillos.
No es la primera vez que en el Diana permiten que la gente, en plena función, esté comiendo. Es bastante molesto escuchar el sonido chillante que se produce al abrir refresco en bote, el crujir de las bolsas de papas, alguno que otro despistado celular que suena en plena función y gente llegando 15 o 20 minutos tarde.
Pero más allá de todo esto, es tan desagradable ver cómo se permite la entrada a ciertas personas que visten de manera tan desenfadada, como si estuvieran el la playa. Nos tocó ver a gente en bermudas y chanclas; otros, con pants y portando la camisa de las Chivas o el Atlas. O lo que es peor: un actor cómico que en los 80s hiciera famoso a un personaje "fresa y pedante" vestido con pants y ¡camisa sin mangas!, como recién salido del gimnasio...
La verdad ese feeling que a muchos nos sigue llegando el día que disfrutaremos de una tarde de teatro no tiene parangón. El teatro es un recinto que se debe respetar, y que se debe disfrutar como Dios manda. Con tales espectáculos de personitas que no tienen ni la más mínima idea de lo que es respetar un recinto como tal, la verdad a uno se le va más el tiempo en hacer enojos que en disfrutar de la puesta en escena. Ojalá existiera un código de vestimenta en teatros pequeños que no sólo se exigiera en el Degollado -donde también se viola, según me cuentan-. Ojalá creáramos una contracultura teatral, donde el buen vestir y el respeto al silencio y al lugar hagan que estos espectáculos luzcan más. Y nos asemejáramos poquito más a lo que se vive en otros países en torno al teatro.
Crónicas urbanas, enfrentamientos socio-culturales y publicación de mis más nuevas creaciones literarias.
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