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martes, 7 de junio de 2011

EN LA BARRA NO HAY LUGAR -cuarta y última parte-

Como recordarán, Valentín cree que ha mandado asesinar a su jefe Genaro. Los dos matones quieren cobrarle el dinero que les prometió. Y él prefiere entregarse a la policía, asumir las consecuencias y salvarse de caer en manos del hombre canoso y la rubia voluptuosa. Sin embargo, las cosas no son como él las piensa. La explicación es otra. 


Ojalá lo disfruten.

*********


 Salió del edificio y tomó un taxi. El sol calaba. Y él sudaba a chorros. A señas condujo al chofer hasta la casa donde había pasado la noche. Se detuvieron. Valentín pagó con un billete y el taxista no traía cambio. – Guarde lo que sobre – le dijo al bajar. El taxi arrancó y Valentín tragó saliva antes de sonar el timbre. Timbró varias veces y nadie abrió. Una mujer que pasaba por la allí le explicó a Valentín que en aquella casa nadie vivía.
-        Está usted equivocada, señora. Hoy estuve allí dentro.
-        Yo creo que se está confundiendo señor – respondió ella –. Los dueños tienen sin venir muchos años y la casa ha permanecido cerrada, así como la ve.
-        ¿Un hombre canoso y una mujer rubia son los dueños de esta casa?
-        Sí – le mujer respondió segura-. Pero le estoy diciendo que no se han aparecido por aquí en años, hasta pensamos que habrán muerto porque si se fija por las ventanas los muebles siguen allí…
Valentín echó un ojo por una de las ventanas que daba al jardín de la calle. Efectivamente los muebles se exhibían intactos. Y eran los mismos que él había visto hacía apenas unas horas. No comprendía nada. Imaginó que había dormido y platicado con los muertos y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. – No seas pendejo, tú ni crees en eso –. Se decía una y otra vez mientras caminaba calle abajo. Volvió a tomar otro coche de sitio. Pero ahora pidió al chofer que lo llevara a Abedules número ocho, la dirección de la importadora de ropa en la que él trabajaba.
En cuanto cruzó la puerta de entrada, Pérez, un amigo compañero de trabajo, lo abordó, obligándolo a frenar el paso y detenerse en el recoveco de un muro, justo detrás de unos macetones gigantes.
-        Ahora sí te la bañaste, Guerrero. ¡Cumpliste tu promesa!
-        Déjate de pendejadas –respondió Valentín-. Yo no sé dónde chingados está ese cabrón.
-        ¿Ni a tu amigo le vas a contar la verdad?
-        ¡Que te calles, cabrón! Esa es la verdad, no sé dónde está Genaro y que esté perdido nada tiene que ver conmigo.
-        Pues qué raro – murmuró Pérez-. Ayer, antes de salir de la oficina, me dijo que se le hacía muy raro el que tú le invitadaras unas cervezas después del trabajo.
Valentín puso cara de espanto.
-        ¿Qué qué dijo?
-        Pues eso, mano. Y ya sabrás, todos pensamos luego luego que te lo llevaste a pistear al depa y allí por fin le acomodaste esa madriza que tantas veces le habías prometido.
Aquello fue como un mazaso en la cabeza para Valentín. Claro. Las piezas del rompecabezas se acomodaban al fin. La maldita amnesia tenía la culpa de todo, porque sin recordar más que dos o tres cosas, estaba seguro de algo: Genaro había desaparecido por culpa de él. Seguramente –pensó Valentín – estos, la mujer esa, la rubia, y el güey del canoso hicieron el trabajo sucio, en la peda les prometí dinero a cambio y ahora que cumplieron la tareita ya no tengo con qué chingados pagarles. Y donde nos les pague me van a matar.
Sintiéndose realmente mal, Valentín salió de edificio sin avisar que se iba de nueva cuenta. Iba decidido a contarle todo a la esposa de Genaro. Y luego, a entregarse a la policía. Prefería mil veces pisar los separos o hasta la cárcel que estar a merced de unos matones sin piedad. Caminaba cuando su teléfono volvió a sonar. Respondió rápido y a secas. Era la rubia la que estaba del otro lado del aparato.
-        Y qué tal, Valentín, ¿no tendrás problemas en conseguirnos el dinero, verdad?
-        Ya me enteré –respondió él- Ya sé qué es lo que sucedió anoche y ahorita mismo voy a entregarme a la policía.
-        ¿Qué dices? – gritó la mujer.
-        Lo que oíste. Que voy a la policía a entregarme, porque lo que le hice, más bien, lo que hiceron estuvo muy cabrón.
-        El cabrón serás tú si no nos pagas primero. Ya lo que hagas después nos da igual, pero tendrás que pagar primero, porque nadie ve primero el show y luego paga…

La mujer cortó la llamada en seco. Valentín se sintió amenazado, pero ligeramente mejor., liberado. Aquello del “show” fue lo que le dejó inquieto. ¿Sería posible que él estaba presente mientras fulminaban al infeliz de su jefe? Pero ya no había vuelta atrás; lo hecho, hecho estaba. Ahora, a enfrentar las consecuencias.
Llegó a su departamento. Tendría que darse un baño y cambiarse de ropa y tomarse un par de aspirinas. Cuando llegó a la puerta quiso meter la llave en la chapa y con asombro descubrió que la chapa estaba forzada. El corazón le latió rápido. Dudó en entrar. Empujó un poco la puerta y gritó como el típico cobarde de los cuentos: “¿Hay alguien?”. Inmediatamente se sintió un idiota. Seguramente, ese alguien iba a responderle y decir: Sí, aquí estoy. Entonces, aprentó los puños levantándolos a la altura del pecho. Y entró.
Lo que vió allí tirado en su sala era el cuerpo desnudo de Genaro. Un cuerpo gordo, inmóvil, con las nalgas al aire. Valentín entró en pánico. Dio una ojeada a su alrededor y parecía que no había nadie más. Se lanzó hacia el teléfono decidido a marcar a emergencias, a la policía, a la mujer de Genaro. Y en el trayecto, se tropezó con una de las piernas regordetas y peludas de su jefe. Y luego, el hallazgo. Genaro no estaba ni muerto ni herido. Traía una borrachera de esas para poner en pedestal. Estaba borrachísimo y apenas podía articular palabra.
-        ¿Qui.. quién eres? ¿Dónde estoy?
-        Genaro, soy Valentín y estás en mi casa.
Luego, intentó darse la vuelta allí tirado en la alfombra y Valentín lo detuvo poniéndole un pie en la panza.
-        Espera, no te muevas. Ahora te traigo algo para cubrirte porque estás totalmente encuerado.
Valentín agradeció al suelo que Genaro no estuviera desaparecido, ni muerto ni herido. Todo se complicaba más. Entonces, ¿y los matones? Del armario sacó una sábana vieja y se le echó encima a Genaro. Luego, le llevó un vaso de agua fría y un par de alka seltzer. Genaro se medio incorporó y como pudo develó parte de aquel misterio. La noche la había pasado con una mesera que había conocido en un bar de mala muerte. Una chica de curvas peligrosas y pronunciadas. Había bebido demasiado. Y cuando estaba a punto de cerrar el bar, la chica lo invitó a seguir la fiesta en su departamento. Genaro aceptó gustoso. Pero al llegar y al echarse en la cama, se quedó profundamente dormido. Esa mañana, la chica le despertó dándole golpes en la cabeza y exigiéndole que le pagara y que se fuera de allí. Él le dijo que claro, pero que tenía que llevarlo a su casa porque no traía dinero. Así lo hicieron. Tomaron un carro de sitio. Y se dirigieron no a su casa –cómo lo llevaría a su casa si él era casado- sino al departamento de Valentín. Mágicamente, la puerta estaba abierta, porque Valentín cuando salió asustado a la oficina, se olvidó de echarle el cerrojo. Cuando llegaron y la chica exigió su dinero, Genaro le dio un billete de cien pesos, cosa que la hizo enfurecer. Ella estiró el brazo y tomó un trofeo que Valentín había ganado en su niñez, en un concurso de oratoria, y se lo estrelló en la cabeza a Genaro, quien cayó desmayado.
-        Seguramente esa perra se llevó mi ropa y también mi cartera, mi reloj y mis anillos – Al escuchar aquello, a Valentín el color y al aire le regresaron al cuerpo-. Pero me tienes que hacer ahora el paro de no contar nada a nadie ni a mi mujer, hazme ese favor, Valentín, y te lo pago como sea.
Si esa era la historia, ¿en qué parte de ella encajaban los matones? Valentín no tardaría mucho en descubrirlo. Mientras pensaba qué responderle a su peor enemigo, a su aborrecible jefe, se escucharon unos puñetazos que intentaban derribar la puerta a golpes. Valentín se puso de pie. Se acercó a la puerta. Por la mirilla puedo reconocer afuera la peor de sus pesadillas: el canoso y la rubia despampanante. No tuvo más remedio que abrir y armarse de valor. El hombre de pelo blanco se acercó a él y apuntándole con el dedo índice le exigió una respuesta.
-        Me dicen que tienes asuntos qué resolver con la policía, amigo. Pero antes tienes qué pagar lo que nos debes.
Entonces, Valentín explotó.
-        ¿Pero qué chingados te debo? Es que ni te conozco.
-        Mira, mira bien –respondió la rubia y se sacó una diminuta bolita roja del bolsillo- ¿Ves esta pastillita? Se le llama “píldora ácida” y logra ponerte a mil y borrarte la memoria. Ayer, en el bar, me pediste que te vendiera dos y antes de cobrarte hiciste la peor estupidez: tragártelas juntas. Balbuceabas. Y dijiste que necesitabas algo que te diera valor para matar a un tal Gerardo, Jerónimo, Geranio… no recuerdo, y luego pediste algo más que te borrara la memoria. ¿Satisfecho?
Valentín sintió que mil recuerdos se le amontonaron en la cabeza. Todo comenzó a tomar forma y color. Claro. Eso era. Dos píldoras. Un noqueo. Risas y cerveza, espumeantes tarros de cerveza. Promesas de matar a su Genaro. Después, olvidar. Así de fácil.
-        Ja – rió Valentín - ¿eso es todo?
-        ¿Todo? Así es amigo. El detalle es que cada acidito te salió en dos meses de sueldo. Osea, nos debes ochenta mil pesos.
-        ¿Qué? – exclamó Valentín
-        Lo que oyes. Y es más, olvídate de pagar mañana, nos pagas ahora mismo o me los chingo ahorita mismo a ti y al bulto ese.
El hombre de pelo blanco no se andaba con rodeos. Sacó una pistola y la enseñó. Sin pensarlo dos veces, Valentín tuvo la solución perfecta.
-        Está bien, está bien. Te pagaré. Solamente dame unos minutos para hablar con él, por favor – y señaló a Genaro, que aunque estaba escuchando todo aquello, parecía que nada le inmutaba, pues todavía los ríos de alcohol que transportaban sus venas eran caudalosos.
Los matones se hicieron a un lado sin quitarle la vista a Valentín, quien se agachó hasta Genaro y le habló así al oído:
-        Esto es lo que haremos, jefecito – y aquello lo dijo con tono de burla-. Tú me das ochenta mil pesos para pagarles a estos cabrones y yo me quedo mudito.
Genaro no tenía otra opción. Así que aceptó sin chistar nada.
Días después, Valentín regresó al Barecito. Y de nueva cuenta llegó sólo.
-        Hola – saludó la hostes-. Perdón pero no tengo lugar en la barra; te puedo ofrecer una de esas mesas cerca de las ventanas.
-        No, no, gracias –respondió Valentín- Prefiero esperar a que se desocupe un lugar en la barra.
Y luego, entre dientes, añadió:
Prefiero estar sólo para no hacer otra de mis habituales pendejadas.

7 comentarios:

  1. excelente final!!! no lo vi venir!!!! CONGRATS!!!!
    melida

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  2. ME GUSTO EL FINAL. ES AGIL E INESPERADO. ESCUCHÉ POR ALLÍ QUE TENÍAS MÁS CUENTOS ESPERO LO PUBLIQUES PRONTO.

    Adrián G.

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  3. Me gustó que no fué tan cruel. Descansé porque no hubo muertos,me gustan los diálogos. Para el próximo no tardes tanto entre la penúltima parte y el desenlace....felicidades. Lourdes M.

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  4. Gracias a mis tres lectores. Corregiré algunos errores tipográficos y de secuencia que encontré. Hoy publicaré la primera parte de otro de mis cuentos, "Un par de apretados".

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  5. Jesús Bañuelos Espinoza8 de junio de 2011, 19:06

    Buena rima y mejor prosa; va por buen camino la cuestión de ser autor de género literario divertido y jocoso, buenas vibras mi estimado colega y que siga dando la mata !!!

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  6. Gracias, Gesú. Ya te sumaste a la lista y contigo son 4 mis lectores. Y qué bien se siente. Gracias por las porras.

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  7. y EL PAR DE APRETADOS?!?!?!?!? espero sentada o queeeeee....

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