Rodrigo Santana
Se había entregado en cuerpo
y alma en la realización de aquel viaje la hermosa y joven Magdalena. Cuando salió
de España sonrió. Al llegar a la frontera con Francia lloró. Y al llegar a
Italia iba sintiendo que el alma se le descamaba. Eres una torpe, nunca encontrarás lo que buscas, fueron las
palabras de su madre, una anciana de agrio corazón que desde que Magdalena era
pequeña la había tratado con la punta del pie.
Las malas lenguas decían que
Magdalena había sido la culpable de la muerte de su padre, a quien la ahora
anciana había amado ciegamente. Por eso, desde siempre había guardado en un odio
descomunal contra Magdalena, que ahora había enloquecido con realizar aquel viaje
sin retorno a Grecia.
Un par de semanas atrás,
hasta sus manos cayó un pedazo de periódico viejo. Entre las desgastadas
páginas de papel encontró un extenso reportaje sobre el lugar ideal para encontrar cura a cualquier
clase de mal. Lo escribía un tal Jerome Plièu, ayudándose de una prosa
exquisita y meticulosamente pulida.
De
Venecia zarpó Magdalena hacia Grecia a bordo de un ferry viejo, con un olor a
orín que taladraba las narices. Durante el viaje conoció Ancona, Bari y
Brindisi. Llegó a Atenas y de allí tomó otra embarcación hasta el puerto de
Volos. Luego de casi 300 kilómetros más de aguas de mar, Magdalena pisó tierra firme, la besó y juró
no volver a subirse en una embarcación
tan desagradable. En total fueron 29 horas de impasible trayecto. Y aunque los
olores nunca fueron los mejores, la vista sí: el Mediterráneo mostró a
Magdalena todo el esplendor de sus más deliciosos encantos.
Llegada
a Volos no le resultó nada difícil encontrar el lugar mágico que venía buscando
desde España. El portero del hotelito en el que pasaría cinco noches y seis
días, un diminuto y bronceado hombrecillo de nombre Costas Kasidiaris explicó a
Magdalena que el mercado que buscaba era la novedad más cercana al hostal.
¿Viajar
hasta Grecia en busca de un mercadillo? Sí. Hasta Grecia, que aunque la nación
estuviera atravesando la peor de sus crisis, los gastos no serían nada
raquíticos. De las manos ya se le habían esfumado a Magdalena sus ahorros de
casi un año de trabajo. Que bien podrían parecerle poco, nada, con tal de
lograr lo que tanto había soñado las últimas 365 noches. Además, no era un
mercadillo permanente: se instalaba un día por semana, detalle que Magdalena no
sabía. Pero ciertamente los dioses del Olimpo estaban con ella, pues aquel
preciso día de su llegada a Volos el mercadillo estaba ya instalado y con los
brazos abiertos.
Una
construcción enorme, más parecida a una bodega para los marineros del Egeo,
albergaba al mercadillo de plantas, alimentos, muebles, cacharros,
antigüedades, mascotas, vestidos, telas, y un interminable etcétera en el que
fácilmente podrían caber todas las cosas imaginadas e inimaginables que se
pudieran vender. O cambiar. O truequear. Eso era lo que buscaba Magdalena.
Canjear su corazón. Cambiarlo por algo más, algo que no le doliera tanto, que
no le pesara tanto, que funcionara bien, no a medias.
Llegó
hasta una hilera de gente y se formó. A santo y seña se enteró que primero
debía darse de alta en una base de datos, donde además de proporcionar su
nombre le preguntarían qué artículo traía para intercambiar. Mi corazón respondió Magdalena y se
llevó la mano al pecho. La mujer que estaba detrás del escritorio, no
comprendió casi nada. Sí, vengo a cambiar
mi corazón por otro que no duela tanto. Volvió a repetir Magdalena con un
griego champurreado y fatalmente pronunciado recordando sus años de estudio de
esta lengua en la universidad. La mujer sacudió la cabeza y lanzó la mirada
hacia el monitor como buscando algo. Comprendió lo que buscaba Magdalena.
Tecleó un par de veces y respondió que sí, que sí tenían otros corazones en
canje. Y comenzó a describir cada uno. Magdalena tuvo que afinar el oído y no
perder detalle.
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